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Murcia se remanga 2019

Salón del manga y la cultura japonesa de Murcia

Otro año más estaré firmando libros en el Murcia se remanga, Salón del Manga y la Cultura Japonesa de Murcia 2019. Será desde este viernes 22 de noviembre al domingo 24 en el recinto ferial de La Fica, junto al auditorio y centro de congresos de Murcia. Esta vez no estaré en el estand de la editorial sino en el de la Forja de Mithril. si quieres un ejemplar date prisa porque solo llevaré los pocos que me quedan de la segunda edición. En unos meses tendré lista la tercera edición y un libro de relatos que financiaré con un Crowdfunding. Estad atentos/as si queréis colaborar. La siguiente novela está en camino, disculpad por el tiempo que estoy tardando pero aún no vivo de la escritura y no puedo dedicar el tiempo que me gustaría.

Pincha en las reseñas a mi primera novela si quieres conocer las opiniones de otros lectores. Reseña 1, reseña 2.

Y si quieres leer algún capítulo antes de decidirte pincha en ellos.

El Arquero de las Nueve Estrellas, capítulo 1.

El Arquero de las Nueve Estrellas, capítulo 4. (Fragmento)

El Arquero de las Nueve Estrellas, capítulo 8. (Fragmento)

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El Arquero de las Nueve Estrellas, capítulo 4

El Arquero de las Nueve Estrellas, capítulo 4

 

Os dejo un fragmento de mi primera novela. Son siete páginas que hablan acerca de un grupo de monjes explorando unas ruinas de una civilización anterior a la humana. Lo que allí descubrirán será el motor de arranque de la novela.

 

Para leer el primer capítulo pincha aquí.

Para leer parte del octavo capítulo pincha aquí.

 

La profecía

Un sol de castigo se hacía fuerte en el cielo observando los vaivenes de los habitantes del suelo, cómo se movían, qué hacían. Les escupía furiosas llamaradas que llegaban traducidas en punzantes rayos de luz caliente, aguijoneando las sudorosas y pulidas calvas de unos monjes que, vestidos con gruesos hábitos negros, escarbaban entre las ruinas de una antigua fortaleza de la que solo quedaban ya los cimientos y las galerías subterráneas.

Los escombros de los viejos muros se hallaban esparcidos ladera abajo, integrados en el paisaje como si se tratara de rocas formadas naturalmente. Por la erosión de las columnas que aún se mantenían en pie, los miembros más veteranos de la Orden del Cuervo habían estimado el momento de construcción de la fortaleza en cuatro mil años, durante la Primera Edad del Ser Humano, una época en la que hombres y mujeres vagaban salvajes por Earquia, organizados en tribus nómadas y sin asentamientos estables. Aquella construcción no había sido obra de sus antepasados humanos, sino de una civilización anterior; aun así, los monjes estaban muy interesados en obtener información y datos de las criaturas que habían habitado aquel lugar antes que ellos.

No corría el aire ni había sombra bajo la que cobijarse en aquel desierto polvoriento. Al menos así no había en el aire arena de las dunas próximas que dificultara la respiración y la visión. Estaba siendo un verano bochornoso, más aún en aquella llanura alta que circundaba la colina de las ruinas y se ubicaba en el centro del continente, rodeada por tres de sus lados por inmensas cordilleras nevadas que bloqueaban el paso de las nubes viniesen de dónde viniesen.

¡Pom! ¡Pom! ¡Pom!

Un martillo se balanceaba de atrás adelante guiado por unas fuertes manos. Se levantaba desde abajo y volvía a golpear la pared en aquel estrecho agujero excavado entre los ruinosos muros.

El que agitaba el martillo era el más corpulento de todos los miembros de la expedición. Estaba bastante gordo y se había quedado calvo; el poco pelo que le quedaba sobre las orejas y la nuca se lo afeitaba para que toda la cabeza le brillase al sol. Lo mismo hacían muchos de sus correligionarios, aun sin haber perdido el pelo de forma natural. Según sus creencias, una cabeza brillante podía ser admirada por los dioses desde el cielo, pulida por el dios Sol y mostrada al resto del panteón, reflejando los pensamientos que había en su interior. De esa forma, era más fácil para los dioses juzgarlos. En la Orden del Cuervo no era obligatorio afeitarse la cabeza, pero quien lo hacía mostraba al mundo que estaba en paz con los dioses, que les permitía entrar en su mente.

Adam, porque así se llamaba el que empujaba el mazo, estaba empapado en sudor, y el hábito negro no ayudaba mucho a evacuar el calor, pero se las arreglaba bien en trabajos que requirieran de fuerza física, no se quejaba y apenas hablaba. Tampoco tenía mucho que decir; su inteligencia era bastante escasa. No así la de su hermano de credo, el monje Sintelián, quien observaba desde arriba, arrodillado al borde del agujero, y le animaba a seguir empleando la fuerza bruta.

¡Sigue, Adam! ¡Dale más fuerte! Puedes hacerlo.

Sintelián era canijo y esquelético, no se rapaba la cabeza como los demás, por lo que algunos consideraban que escondía algo, aunque empezaba a quedarse calvo desde la frente hacia atrás. Tenía el cabello castaño oscuro y corto, y una barba de tres días. Solía afeitársela, pero cuando trabajaba en una excavación se olvidaba de su aseo personal. Parecía ansioso por explorar los subterráneos; tanto, que estaba salivando y un hilillo de baba le colgaba desde el labio sin que él se percatara de ello. Tenía los ojos desencajados, quería entrar y descubrir qué se escondía allí abajo. No era el único, los demás también miraban cómo la Bestia agitaba el mazo, aunque la mayoría estaban de pie y esperaban en silencio, sin dejarse llevar por el ansia.

¡Pom! ¡Pom! ¡Clack!

El muro se agrietó y algunos trozos de los ladrillos de arcilla salieron volando. Adam giró la cabeza y cerró los ojos instintivamente.

¡Muy bien! ¡Ya casi lo tienes! ¡Sigue así! —le gritaba Sintelián.

Dio un golpe más, y otro. Algunos ladrillos cayeron dentro de la galería, y se abrió un pequeño boquete en el muro. La Bestia introdujo el mazo por la abertura y lo usó a modo de gancho, tirando de él con fuerza. Más ladrillos cayeron, esta vez por la parte de fuera. Después volvió a golpear. Pronto, el boquete fue lo bastante grande para que una persona cupiera por él.

Sintelián se apresuró a bajar, saltando al interior del agujero. Después cogió la lámpara de aceite que estaba encendida. La había tenido a su lado mientras esperaba, en el borde del agujero, a que su amigo derribara el muro, así que tuvo que levantar las manos para cogerla desde allí abajo.

Es suficiente, Adam, ya podemos pasar. —Levantó una pierna para pasar al interior.

¿Por qué tiene que ser él el primero? No es justo —dijo uno de los monjes que aún se encontraban arriba.

Inmediatamente, los demás comenzaron a murmurar hasta que otro alzó la voz.

¿Qué más da quién sea el primero? Todos vamos a entrar, ¿no?

Sintelián los ignoraba, no se llevaba bien con la mayoría de ellos y tampoco se esforzaba en que ocurriera lo contrario. Se limitó a entrar sin escucharlos, ayudado por su enorme amigo; él si que le caía bien.

La galería era oscura y el aire estaba viciado. Se hacía difícil respirar a causa del polvo, la humedad y los miles de años que llevaba sellada.

Había sido el primer hombre en entrar, la primera criatura inteligente que se adentraba en esas galerías en cientos o miles de años. Se dirigió directamente hacia una columna que estorbaba en el corredor; estaba inclinada, mal construida y no parecía sujetar nada. Era como si Sintelián conociera el pasadizo, como si ya hubiera estado antes o tuviera información de lo que allí podía encontrar.

Tanteaba la columna de arriba abajo, dando golpecitos con los nudillos.

«Esta parte de la columna parece falsa, suena a hueco —se dijo así mismo—. Es aquí.» Sabía perfectamente lo que buscaba, como sabía quiénes habían levantado la fortaleza y a quién había pertenecido durante más de dos mil años, aunque no quería compartir esa información con la orden. Llevaba varios años buscando las predicciones olvidadas de un astrólogo elfo del pueblo sabio que, debido a sus teorías, manías y comportamientos, fue considerado un loco en su época. Quizá por eso no firmaba su trabajo, para preservarlo, porque sabía que tampoco en el futuro le creería nadie. De hecho, aún en la actualidad seguía siendo considerado un loco para muchos sabios, excepto para Sintelián, por supuesto, quien lo consideraba un erudito.

¿Qué haces ahí parado, Sintelián? —preguntó el segundo monje en entrar—. Sigue caminando, no bloquees el paso.

Es este aire, me cuesta un poco respirar.

Tanta prisa por entrar, y ahora no puedes seguir avanzando.

Continuad vosotros, yo iré más tarde, cuando me adapte al aire viciado de aquí dentro —dijo, pegándose a la pared para dejarles paso.

Uno a uno, sus «hermanos» fueron pasando por su lado. Él sostenía la lámpara de aceite a un lado para no quemar a nadie y sonreía con amabilidad fingida. La mayoría estaban muy serios y disgustados con él, algunos ni siquiera se dignaron a mirarlo. Solo Adam le devolvió una sonrisa sincera de niño tonto con dientes torcidos. Cuando todos hubieron pasado, Sintelián colocó la lámpara en el suelo y se puso manos a la obra. Sacó un pequeño martillo y un cincel de la bolsa de cuero que llevaba colgada a un lado y se dispuso a abrir un boquete en la columna. Primero se cercioró de que los demás estaban demasiado lejos como para oírle, y entonces comenzó.

Golpeaba con delicadeza para no hacer demasiado ruido. Era más lento, pero merecía la pena. Sintelián tenía cuarenta años y había dedicado veinte al estudio de ruinas de civilizaciones antiguas anteriores al ser humano. Le impresionaba la inteligencia que demostraban los elfos a la hora de calcular órbitas de planetas, cometas y otros astros, así como la precisión de los aparatos que utilizaban. Se había convertido en un experto en su historia y sus creencias. Y, aunque era devoto del dios Mort, el Señor de la Muerte y guardián de las almas de los fallecidos, no dejaban de interesarle las deidades de los elfos. Consideraba, como muchos clérigos de la época, que esta era una parte importante de la historia de la humanidad; de hecho, muchas de las deidades humanas eran dioses élficos a los que se les había cambiado el nombre. Para él, los dioses eran los mismos tanto en unas culturas como en otras. Por tanto, la fe no debía ser motivo de enfrentamiento.

Siguió golpeando y la columna se agrietó. Continuó hasta que abrió un pequeño agujero, y después introdujo los dedos para sacar trozos de los delgados ladrillos de arcilla que había en la parte hueca de la columna. Cuando tuvo un boquete lo bastante grande, se sacudió las manos y cogió la lámpara de aceite. La acercó e intentó dirigir la luz hacia el interior para ver qué había. Guiñó un ojo y descubrió unos cuantos pergaminos enrollados juntos y envejecidos por el paso de los años. Antes de meter la mano, miró a ambos lados para asegurarse de que estaba solo. Después sacó de la misma bolsa de cuero una caña de bambú bastante gruesa, al menos de un puño de diámetro. Estaba sellada por debajo y tenía un tapón por arriba que se ajustaba con unas cuerdas. Era un perfecto estuche para guardar pergaminos que había hecho él mismo. Dentro, el papel estaba protegido de los golpes y la humedad, aunque había que limpiarlo de vez en cuando para deshacerse de los insectos que se comían los documentos.

A Sintelián le gustaba dar paseos por el bosque, y cuando encontraba algo que pudiera servirle de utilidad, lo cogía y lo modificaba en su taller. También le gustaba experimentar con infusiones de hierbas raras y hongos. Primero se las daba a probar a animales de granja y, si comprobaba que no eran venenosas, entonces las probaba él mismo. De esa manera había descubierto los efectos medicinales de muchas plantas exóticas, y también nuevas formas de embriagarse con ellas.

Abrió el estuche y, con cuidado y muy despacio, metió la mano en la pared. Cogió los pergaminos con los dedos corazón e índice y los sacó de allí por primera vez en unos cuantos miles de años. El papel era viejo y estaba roto en algunas zonas, pero por lo demás estaba bien conservado y podía leerse la tinta. Una vez más, la ciencia y la técnica élficas sorprendieron a Sintelián, que esperaba encontrar unos manuscritos mucho más deteriorados.

Estupendo —se dijo—. Los estudiaré cuando regresemos. —Aunque permaneció algún tiempo ojeándolos.

Cuando acabó, se dirigió al encuentro de sus compañeros para ver qué más habían descubierto. Habían marcado con yeso en las paredes el camino para no perderse en la oscuridad del laberinto de galerías subterráneas. Sintelián se movía por los pasadizos siguiendo estas líneas con su lámpara, como envuelto en una esfera de luz tenue de apenas dos metros de radio. El calor que antes arreciaba, cuando estaba fuera, había desaparecido. Ahora sentía el cuerpo fresco, incluso frío por la humedad del sudor que había empapado su hábito negro. Pronto llegó a la bifurcación donde los otros monjes habían girado a la derecha; sin embargo, él desvió la mirada hacia la izquierda. Había un largo corredor más o menos limpio de escombros y unos metros más allá parecían vislumbrarse un par de galerías más. Se lo pensó dos veces y decidió explorarlas simplemente porque los demás aún no habían pasado por allí. Se acercó despacio y encontró a la izquierda una habitación vacía, o más bien llena de escombros. Parte del techo y las paredes se habían derrumbado con el paso de los años, y dentro no había nada interesante. A la derecha había otra sala, pero la entrada estaba bloqueada por lo que un día fue una gruesa puerta de madera, que hoy estaba podrida y cuyos restos se hallaban esparcidos por el suelo. Los apartó, no sin esfuerzo, y reparó en una débil luz anaranjada que emanaba de un cristal colocado sobre una repisa excavada en la roca.

«Rocas de poder…», pensó.

Acercó la lámpara y pudo ver toda una ristra de cristales y rocas mágicas. Había tres cristales azules prismáticos de base hexagonal, que servían, como él bien sabía, para conducir la energía mágica y eran imprescindibles en todos los hechizos. Cogió uno y, sin pensarlo dos veces, lo metió en la bolsa. La luz ambarina emanaba de una roseta de cristales prismáticos de base cuadrada y color naranja; era un almacén de energía, algo así como una batería, y si brillaba significaba que estaba cargado, por lo que debía de haber alguna roca negra, generadora de magia, muy cerca. En efecto, no encontró una, sino dos. Cogió la más grande con cuidado, porque sabía que esas rocas eran muy frágiles. Estaban compuestas de cristales microscópicos de color gris con destellos blancos y se desmigajaban con facilidad. Eran amorfas, al contrario que las otras, como patatas oscuras de innumerables puntas. Su poder era mayor cuanto más grandes fuesen, así que había que tener cuidado con ellas para que no se rompieran en trozos más pequeños.

Para realizar sus hechizos, Sintelián necesitaba un cristal naranja cargado o una roca generadora de energía mágica, más un cristal azul, conductor, que diera salida a esa energía, así que decidió no coger el cristal naranja. Con una roca negra no necesitaba para nada un almacén de energía; de cualquier manera, los cristales eran más fáciles de conseguir en el mercado negro. Además, al estar cargado, su luz podría delatarlo. No quería que nadie supiera que había cogido ningún objeto para su uso personal, ya que lo que estaba haciendo era robar. Todo lo hallado durante la excavación era propiedad de la Orden del Cuervo, que era la institución que financiaba la expedición, y tanto los documentos como los objetos encontrados debían ponerse bajo la tutela de los magistrados, que esperaban la llegada de los nuevos datos en Lurn y otras ciudades-estado. Además, la práctica de cualquier tipo de magia estaba prohibida excepto para los decanos de las distintas órdenes, por lo que coger esas rocas acarreaba un doble delito: robo y brujería. A Sintelián, sin embargo, toda aquella parafernalia le parecía una pantomima, y no tenía por qué obedecer órdenes que le parecieran injustas ni acatar prohibiciones que vinieran desde arriba si no estaba de acuerdo con ellas. Limitar el uso de la magia a aquellos que ya tenían un poder institucional grande le parecía un abuso, y no estaba dispuesto a privarse de ello, aunque tuviera problemas con la justicia o pudiera costarle la vida. No dudó ni por un segundo sobre si debía o no coger la roca y el cristal mágico, simplemente lo hizo.

Después siguió buscando para ver si encontraba algo más. Esta debía de ser la sala de la fortaleza dedicada al estudio de la magia y, si había gemas verdes, de esas que se usaban para encontrar los otros tres tipos de rocas de poder, debían de estar allí. Husmeó debajo de los fragmentos de madera podrida, registró las estanterías talladas en la roca, apartó enormes telarañas… Nada más de interés encontró, así que salió de la galería y se dirigió al encuentro de sus compañeros. Nadie lo había visto, no podían acusarlo de nada, por lo que se mantuvo sereno como si no hubiera cometido ningún delito. Recorrió el pasadizo en dirección contraria a la que había seguido para llegar, siempre acompañado de su lámpara de aceite, hasta que encontró el rastro de yeso que sus hermanos de credo le habían dejado marcado en la pared izquierda. Los encontró en un gran espacio que parecía una sala de reuniones secretas. Estaban repartidos, examinando las paredes como si fueran a encontrar en ellas algún dato de importancia. A Sintelián aquella estampa le daba risa, aunque tuvo que contenerse. Nada comparable a lo que él había descubierto iban a encontrar, y pensaba guardarse el descubrimiento para sí mismo. Pensó que quizá destruirían los documentos que había encontrado si descubrieran quién los había escrito hacía cuatro mil años, o puede que los archivaran y no les prestaran la menor atención viniendo de quien venían. Por suerte, no estaban firmados oficialmente, aunque él sí había visto los signos ocultos que indicaban la autoría.

¿Puedes ya respirar mejor, Sintelián? —se mofó uno de sus compañeros.

¡Ja, ja, ja, ja! —rieron los demás.

Pero a Sintelián nadie le iba a quitar la sonrisa de la cara.

«Reíd —pensaba—, que yo reiré el último.»

Sí, ya estoy mejor. Gracias por tu preocupación. ¿Por dónde queréis que empiece? ¿Me pongo a admirar un trozo de pared o vamos a pasar a hacer algo más interesante?

Las risas se apagaron y con su sarcasmo se ganó el respeto que merecía.

Estamos buscando marcas o restos de frescos, idiota.

¿En una galería subterránea sin ventanas ni fuente alguna de luz? ¿Y cómo iban a admirarlos? ¿Para qué iban a pintarlos? Esta zona tiene toda la pinta de ser una sala de reuniones o un refugio en tiempos de guerra. No encontraréis frescos, mosaicos ni nada por el estilo. Los elfos del pueblo sabio eran gente austera. Amaban el arte y lo exponían de forma pública para que todo el mundo pudiera verlo, pero ¿de qué iba a servir una obra de arte en donde nadie pudiera contemplarla excepto en tiempos de guerra, más aún sin luz? Estáis perdiendo el tiempo.

Los había dejado sin palabras, sin carcajadas. Acto seguido cruzó la sala y se dirigió a la galería que se abría del otro lado. La mayoría lo siguió en silencio y muy a su pesar. Aunque les doliera admitirlo, Sintelián era una eminencia en lo que a civilizaciones antiguas se trataba. De hecho, se había doctorado en el estudio de galerías secretas construidas por el pueblo sabio para escapar de posibles invasores o esconder documentos y tesoros. En aquella excavación, su mente era la más útil.

[…]

 

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EL ARQUERO DE LAS NUEVE ESTRELLAS | CAPÍTULO 8

Capítulo 8 Víctor Guillamón | EL ARQUERO DE LAS NUEVE ESTRELLAS

Capítulo 8 Víctor Guillamón | EL ARQUERO DE LAS NUEVE ESTRELLASDe cómo Fenrir volvió a entrar en el bosque

Os dejo un extracto del capítulo 8 de mi primera novela, “El Arquero de las Nueve Estrellas”. Son nueve páginas que hablan de la entrada de Fenrir, un humano, en el bosque Primigenio para visitar a los elfos ancestrales y pedirles su ayuda. Para ello tendrá que atravesar las montañas y superar una serie de pruebas.

Pincha aquí para visitar el primer capítulo.

Y para leer un extracto del capítulo cuarto aquí.

 Pruebas para el visitante amigo

Casi habían pasado diez años desde que Fenrir había estado en el bosque Primigenio, y él había cambiado mucho desde entonces. Seguía vistiendo ropas de un azul grisáceo porque ese era el color del escudo de su familia, pero la violencia y la cerveza lo habían envejecido. Su pelo se había vuelto canoso y llevaba un extraño parche ovalado, de cuero marrón, sobre su ojo izquierdo, tapando en parte las horribles cicatrices. Extraño porque los cordones eran demasiado largos y los ataba pasando por debajo de la oreja izquierda y por encima de la ceja derecha. Llevaba un gran sombrero emplumado que suavizaba su fiero rostro y le daba un ligero toque aristocrático, le servía además para no parecer un bandido despiadado que vivía por y para las armas, aunque esa era una definición precisa de su persona a excepción de la palabra bandido.

En viajes como ese siempre llevaba la armadura completa, por si acaso, a excepción del yelmo, que ataba a la montura. Usaba cota de malla hasta las piernas, perneras, brazales y pectoral con el emblema de su familia. Cruzada al pecho, llevaba una larga cuerda de cuero que daba varias vueltas, pasando por hombros y axilas. Atadas a la montura portaba armas, víveres, dos estuches con dardos de ballesta —unos grandes y otros pequeños— y un par de mantas.

Tuvo algunas dificultades para encontrar el camino. Reconocía la silueta de las montañas, pero recordaba que este comenzaba después de una ladera pedregosa y había que avanzar campo a través durante varios kilómetros desde el sendero que partía de Lurn. Finalmente decidió subir lo más alto posible, hasta que divisó la catarata tras la que comenzaba el camino que buscaba. No había sido tan difícil, cuando ya se había entrado y salido del bosque se podía volver a encontrar, pero encontrarlo sin haber entrado antes acompañado de un elfo era prácticamente imposible. Nadie podría imaginar que tras la catarata, siguiendo por la repisa del lado sur, había una cueva que daba a un camino secreto, pero así era. Fenrir cruzó el arroyo que surgía de la caída de agua y desmontó para continuar. Tiró de las riendas de Barkran, su caballo, que no parecía muy contento con la idea de pasar bajo la cortina de agua. Su amo le mostró el camino lateral, por el que se mojaría menos, pero aun así, el caballo era reacio a continuar. Fenrir tuvo que tirar de él con fuerza, hasta que al final consiguió que lo siguiera. Una vez dentro, la cueva era oscura pero se divisaba luz al final, lo que tranquilizó al asustadizo animal. La gruta no era más que un empinado túnel, de unos escasos treinta metros, excavado por los elfos para mantener el camino en secreto. Del techo caían gotas de agua que se filtraban del río que pasaba por encima y fluían por el suelo para encontrarse nuevamente con el arroyo, un poco más abajo. Una vez hubieron salido de la cueva, encontraron el sendero por el que podrían volver a entrar siendo ya considerados amigos del bosque.

El deshielo había comenzado y empezaban a brotar preciosas flores de colores, pero aún quedaba nieve para varios meses. Cuanto más ascendía, más frío y blanco se volvía el paisaje. Tenían que pasar un mínimo de dos noches antes de llegar al bosque, y Fenrir sabía cómo hacerlo, cómo enfrentar la noche en las montañas Blancas.

En principio el camino estaba libre de nieve, lo que le permitía cabalgar más o menos rápidamente. Recordaba haberse refugiado en una cueva la vez anterior, así que la buscó. La encontró a media tarde, y podía haber continuado, pero decidió no moverse de aquel lugar. Recordaba los peligros de no encontrar un refugio seguro en medio del camino. Esperó a pasar la noche y se decidió a continuar temprano al día siguiente, antes de que saliera el sol.

La cueva no era más que un socavón en la roca, pero era suficiente para el caballo y él. Había una pila de leña seca que no parecía cortada, sino más bien recogida del suelo, y restos de una fogata de algunas semanas atrás. En la pared de la cueva se podía apreciar una inscripción en élfico que Fenrir acarició con los dedos, recordando la última vez que la había visto. Glorlwin le había dicho que significaba: «Camino Amigo». Entrando desde esta ruta no se consideraría a nadie un intruso, sino un invitado. Aun así, tendría que pasar una serie de pruebas que le harían digno de la confianza de las criaturas del bosque.

Encendió el fuego con un yesquero que siempre llevaba encima cuando salía de viaje. El artilugio consistía en un grueso alambre retorcido en forma de uve con una piedra de mechero en un extremo y un raspador metálico con una cuerda impregnada en pólvora en el otro. Al apretar con la mano, se frotaba la piedra con el raspador y brotaban chispas que prendían la cuerda, con la que se encendía el fuego. De esta manera, hombre y animal, pasaron la noche en caliente a pesar del frío que hacía fuera.

A la mañana siguiente salió de la cueva y cruzó la parte más árida de las montañas. Todo el paisaje era blanco y frío, a excepción del camino, que parecía haber sido limpiado hacía poco. El viento azotaba con fuerza y se había levantado un sol que no calentaba en absoluto, pero se hincaba en los ojos, reflejado en la nieve, e irritaba la vista con intención de molestar. A veces el sol se comportaba como lo haría un niño que se aburre y no tiene otra forma de pasar el rato que maltratar a las criaturas que habitan el suelo. «Ahora sé por qué las llaman montañas Blancas —pensó Fenrir—. Preferiría caminar bajo una tormenta de nieve; haría menos frío y el sol sería menos agresivo.»

Estuvo todo el día avanzando sobre su caballo sin encontrar refugio alguno. Se temía lo peor y no quiso detener el ritmo hasta que encontrara algún lugar donde resguardarse. Pasó rápidamente por el mismo lugar por el que había tenido una mala experiencia hacía casi diez años, cuando el alud lo había sepultado. Tenía suerte de estar vivo y no quiso detenerse allí ni un segundo. Finalmente, cuando estaba anocheciendo, le pareció ver, a unos cuantos metros del camino, una estructura triangular hecha de nieve. Se acercó y, efectivamente, era un refugio. Estaba teniendo una suerte increíble. Consistía en un poste de madera clavado entre las rocas y tres más atados a este y apoyados sobre el suelo. Un montón de ramas de pino habían sido atadas sobre los postes no con demasiado esmero. La nieve se había ido depositando encima, completando el refugio. El suelo consistía en una tarima de madera capaz de aguantar el peso del caballo. En la entrada había una losa de roca plana, posiblemente pizarra, sobre la que se podía encender fuego. Al menos eso indicaban los restos de ceniza que se veían sobre ella. También había leña seca al fondo. Al calentarse la piedra, podían pasar toda la noche calientes, aun cuando se apagase la hoguera, ya que el calor que desprendía la roca ascendía y formaba una barrera que el aire frío no podía atravesar. Una noche más podía sentirse agradecido de la previsión de los elfos, que al parecer usaban a menudo ese camino y traían leña del bosque para quien pudiera necesitarla. En aquel paisaje de alta montaña no se divisaba ni un solo árbol en kilómetros a la redonda. El que hubiese traído esa leña debió de hacerlo trasportándola desde más abajo, cargado con ella durante al menos quince kilómetros. Además, el camino estaba completamente libre de nieve, lo cual significaba que, a pesar de ser los elfos ancestrales del bosque Primigenio una tribu salvaje, poco evolucionada y anclada en la prehistoria, estaban bien organizados.

La mañana del tercer día pudo ver el bosque desde arriba mientras avanzaba. Un montón de águilas o halcones enormes volaban desde todas partes hacia un punto en el que se apreciaba un temblor extraño de árboles, como un viento que los zarandeaba solo en aquel lugar, como si algún gigante que el extranjero humano no acertaba a distinguir los estuviera empujando o agitando. Fenrir sabía que los elfos utilizaban a los halcones y águilas gigantes para desplazarse rápidamente sobre el bosque cuando había alerta, así que intuyó que algo grave estaba pasando en aquella zona.

A mediodía ya había descendido lo suficiente como para pensar que había cruzado la frontera. Se encontraba en el embrujado bosque Primigenio, en cuyo interior se hallaban los secretos de la magia y la puerta del Equinoccio, por la que un día habían llegado a Earquia todas las criaturas mágicas. Solo era cuestión de tiempo encontrarse con los guardias, con una flecha silbándole tras la oreja o algo similar, porque en realidad no tenía ni idea de en qué consistían las pruebas que debía superar.

El bosque comenzó a hacerse tan espeso que fue mejor bajar del caballo y guiarlo de las riendas. En ocasiones, su montura se asustaba e intentaba huir, y Fenrir tenía que calmarla. La luz apenas se filtraba hasta el suelo del bosque, y el camino había desaparecido. Era muy difícil orientarse; de hecho, el único rumbo que podía seguir era el contrario a aquel donde se encontraban los arbustos de espino negro y coscoja, para evitar al caballo las espinas. Al menos los cantos de los pájaros hacían compañía y rebajaban la tensión, o eso pensaba él hasta que de pronto todo quedó en silencio. En ese momento Fenrir se detuvo, petrificado. El ritmo cardíaco se le aceleró, y comenzó a mirar en todas direcciones, apretando los dientes. Nada se oía excepto la respiración de Barkran. No se oía ni un aleteo, ni un canturreo más. Todos los pajarillos se habían quedado en silencio e inmóviles y miraban en la misma dirección. Una rama crujió, y algo agitó la maleza. El humano soltó las riendas de su montura y se puso en guardia, desenvainando la espada larga que llevaba al cinto. No vio nada en unos segundos que se hicieron eternos, hasta que desde detrás de un arbusto apareció un gnomo canturreando algo en una lengua extraña. Parecía muy ocupado siguiendo su camino, así que ignoró por completo a Fenrir, que guardó la espada y se tranquilizó; era la primera vez que veía un gnomo, pero no parecía una criatura demasiado amenazadora. Se trataba de un pequeño anciano de barba y pelo blancos que apenas superaba la altura de la rodilla de un hombre. Tenía la cara arrugada y la nariz gruesa, orejas puntiagudas enormes y un sombrero cónico y rojo que sin duda llevaba para aparentar ser más alto. Andaba descalzo y vestía un pantalón grueso de color marrón con una camisa blanca sobre la que llevaba un poncho que se ataba a la cintura con un cinturón ancho.

Fenrir se dirigió a él rápidamente, al darse cuenta de que se iría sin siquiera saludar.

¡Perdone, amigo!

Está usted perdonado, señor desconocido. ¿Puedo saber qué mal me ha hecho?

Ninguno, solo quería hablar con usted.

Entonces no está usted perdonado. Hable.

De acuerdo… —respondió, algo descolocado—. Estoy buscando a un elfo llamado Glorlwin. ¿Lo conoce?

Lo conozco.

¿Podría usted indicarme el camino que debo seguir para encontrarlo?

Podría, pero no lo voy a hacer.

¿Por qué no?

En este momento no me apetece, estoy muy ocupado.

Pero solo tendría que indicarme la dirección.

De acuerdo. Es por allí. Adiós —dijo, señalando la salida del bosque.

¡No! ¡Espere! No es por allí. De ahí es de donde yo vengo.

¿No se da cuenta de que solo es una excusa para no contestarle? Ahí es adonde tiene que ir con esa actitud.

¿Qué actitud? ¿No tengo ninguna mala actitud?

¿Ah, no?

No.

Es evidente que viene usted para matarlo. ¿Pretende que yo le diga dónde vive mi amigo para ser el responsable de su asesinato?

Se equivoca conmigo, se lo aseguro. No vengo para matarlo, soy su hermano de sangre, ya le salvé la vida una vez. Vengo a solicitar su ayuda. Mis intenciones son pacíficas —dijo apresuradamente.

El gnomo afiló sus ojos.

Y si tus intenciones son pacíficas, ¿por qué traes tantas armas contigo?

Son para defenderme.

¿Para defenderte de quién? Creía que traías intenciones pacíficas.

El gnomo lo había llevado a su terreno.

De los peligros del camino, del bosque…

No hay peligros en este bosque si vienes con buenas intenciones.

Fenrir se detuvo un momento a pensar. Quizás esta podía ser la primera prueba, tenía que tener cuidado con sus palabras y demostrar que era alguien en quién los habitantes del bosque podían confiar.

¿Qué podría hacer para demostrar que mis intenciones son pacíficas y que soy digno de vuestra confianza?

Está bien —dijo el gnomo, llevándose el puño a la boca para morderse el nudillo del dedo índice, pensativo. Después de un instante continuó—: Se me ocurre algo. —Sacó un pañuelo de cuadros blancos y rojos de su bolsillo, lo sacudió para desdoblarlo y lo extendió sobre el suelo. Resultó ser tan grande como un mantel de picnic; sin embargo, lo guardaba en el bolsillo como si fuera un minúsculo pañuelo corriente—. Pon todas tus armas aquí encima, yo te las guardaré.

Son muy caras.

¿Cómo?

Que valen mucho dinero.

No entiendo, ¿qué quieres decir?

Entonces Fenrir cayó en la cuenta de que en aquel país no existía el dinero. La vida en el bosque Primigenio funcionaba de otra manera, el gnomo posiblemente no entendía ese concepto. En aquel lugar existía el intercambio solidario de trabajo por bienes, o de un bien por otro, e incluso el de un bien o un trabajo por nada, lo cual era prácticamente impensable para un humano, pero no existía la moneda como tal.

Quiero decir que cuesta mucho trabajo fabricarlas… —intentó explicarse de forma que el gnomo pudiera entenderle—, y que tienen un gran valor sentimental.

¿Sentimental…? Comprendo. Has matado a alguien muy querido con ellas, ¿verdad que sí?

¡No! ¡Por todos los dioses! ¡No! En absoluto, no mato a mis seres queridos. Quiero decir que son un regalo, una herencia de familia.

Curiosa herencia, curiosa familia —afirmó el gnomo, asqueado, mientras asentía con la cabeza—. Está bien. No te preocupes. Te las devolveré cuando salgas del bosque. Lo prometo.

El templario, cuya vida giraba en torno a las armas, dudó un momento, pero enseguida comprendió que no tenía alternativa, así que comenzó a dejar sobre aquel mantel de picnic, una a una, todas las armas, que no eran pocas; se desató el cinto con la espada larga, descolgó el martillo de guerra de su espalda, y también el escudo triangular de formas ligeramente redondeadas, se desató el cinturón con las dos pesadas pistolas de gruesa madera y delgado cañón, y dejó también las veinte balas y la bolsa de pólvora. De la montura del caballo sacó la espada corta, la maza, una ballesta y una pistola ballesta. También dejó veinte dardos para cada una.

Ya está todo.

Creo haber dicho todas tus armas.

Fenrir agachó la cabeza, humillado tras haber sido descubierto, y sacó la navaja que escondía en la bota. Miró al gnomo, esperando su aprobación, y halló en él justo lo contrario, una mirada severa que acompañaba perfectamente cruzando los brazos y golpeando el suelo, levantando y bajando la punta del pie derecho. Supuso que se refería al cuchillo que guardaba en el guantelete izquierdo, así que también lo sacó. Se levantó y se puso firme, mirando al frente, quizá porque esa situación le recordaba a su instrucción militar. Todo tenía que estar en perfectas condiciones para el sargento.

No tengo todo el día —aseguró el gnomo.

Con un gruñido, arrancó de su sombrero una de las plumas, que era falsa. En realidad se trataba de un punzón metálico de cuarenta centímetros de longitud al que se le había pegado, a ambos lados, las alas de una gran pluma de pavo real. Era fino y muy afilado, podía colarse por una cota de malla atravesando el pecho de cualquier enemigo. Afortunadamente para ellos, nunca había sido usado.

Qué ingenioso —comentó el gnomo con asombro—. ¿Algo más?

¡De acuerdo! Sí, solo una más, ¡maldita sea! —contestó Fenrir con un enfado más que evidente.

Se desató el parche del ojo y lo dejó con las demás armas. Al descubierto quedó el horrible ojo izquierdo, partido en dos por una cicatriz, que además había perdido su forma ovalada y la había cambiado por dos bultos, uno a cada lado. Después sacó de un pliegue en la parte interna del sombrero seis piedrecitas redondeadas de río. Lo que usaba como parche para tapar su desagradable ojo izquierdo era en realidad una honda, y podía usarla para disparar esas piedras.

Jamás lo habría imaginado —aseguró el gnomo.

Entonces, ¿como sabías que aún tenía armas?

No lo sabía. No lo he sabido en ningún momento. Si aún llevas alguna será peor para ti.

Entonces aquel bárbaro pensó que no empezaría con buen pie si tomaba el pelo a sus anfitriones. Se desató la cuerda de cuero que llevaba al pecho, la pasó por debajo del brazo izquierdo e hizo un par de movimientos rápidos para terminar de desligarla de la armadura. La agitó para dejar claro que era un látigo y la depositó sobre el montón de chatarra que había formado. Levantó una ceja y esbozó una media sonrisa que decía: «tenía que intentarlo».

Qué pena das —afirmó el gnomo. Para él la gente que iba armada lo hacía por miedo, y el miedo daba pena—. ¿Alguna más? —quiso saber.

Entonces Fenrir levantó el labio superior por el lado derecho, en un gesto lobuno, y mostró los largos colmillos que Fiorg el Blanco le había dejado como herencia genética hacía más de cinco mil años.

Esos puedes quedártelos, he olvidado el sacamuelas —le dijo el gnomo con intención de tranquilizarlo.

Fenrir levantó las cejas y abrió su ojo derecho, sintiéndose afortunado por el despiste de aquel pequeño individuo.

¿Y ahora qué? ¿Me dirás dónde vive Glorlwin?

No, aún no hemos terminado.

Ya no me quedan armas.

¿Y qué me dices de la armadura?

No es un arma, solo la llevo por protección.

¿Quiere eso decir que desconfías de nosotros?

¡Está bien! ¡De acuerdo! ¡Llévate también la maldita armadura! —Fenrir ya estaba claramente malhumorado, sin embargo, el gnomo tenía una sonrisa de oreja a oreja, literalmente, porque su boca era enorme. Estaba disfrutando mucho haciendo rabiar al forastero.

Poco a poco, cada pieza de la armadura fue siendo depositada sobre el mantel; primero las perneras, que el templario desató con enfado, luego los brazaletes y la coraza, seguida de la cofia y la cota de malla, que le llegaba hasta la mitad del muslo y que se quitó no sin esfuerzo, después los pantalones de cota de malla. Entonces cogió el yelmo, que estaba atado a la montura y coronado por la figura de un licántropo que corría a cuatro patas, y lo depositó con violencia sobre el montón de acero que había formado. Todo excepto el gambesón azul grisáceo, esa chaqueta acolchada que se vestía bajo la cota de malla para evitar que se engancharan las anillas con el vello y que suavizaba los golpes recibidos. El gnomo consideró que era una prenda más de ropa y que podía quedárselo para mitigar el frío.

¿Y ahora qué piensas hacer con todo esto? ¿Quién guardará mis pertenencias?

Yo lo haré.

¿Cómo vas a hacerlo? ¿No vas a moverte de aquí hasta que yo vuelva?

¡Ah, no! Nada de eso, me las llevo conmigo.

¡Ja, ja, ja! Eso me gustaría verlo.

El gnomo no parecía ofenderse por las burlas del humano, más bien lo ignoraba y seguía con su tarea.

¿Puedes pasarme esa esquinita del mantel?

Sí, claro, por supuesto. —Añadió una carcajada—. ¿Quieres que te ayude a llevar el paquete a alguna parte? —preguntó en tono jocoso, mientras le acercaba la punta del mantel.

No gracias, no hace falta.

Primero lo cubrió todo formando un triangulo con el trapo de cuadros.

¿Puedes pasarme ahora esa otra esquina?

Faltaría más. —Fenrir seguía burlándose; sin embargo, el gnomo doblaba el mantel en triángulos cada vez más pequeños con un ruido terrible de chatarra.

El guerrero desarmado dejó de reírse. No se explicaba cómo aquel ser tan pequeño podía mover toda esa masa metálica.

¿No pesa demasiado para ti?

No. Soy mucho más fuerte que tú.

Finalmente, el paquete fue tan pequeño que el hombrecillo pudo volver a guardar el pañuelo en su bolsillo.

¡Au! Me he pinchado un dedo con algo —refunfuñó, sacando la mano del bolsillo y llevándose el dedo índice a la boca.

Fenrir se había quedado boquiabierto; tanto, que la barbilla casi tocaba el suelo.

Pero ¿cómo…?

Pues supongo que habrás dejado algún cuchillo o espada sin envainar —dijo, metiéndose el dedo en la boca—. No te preocupes, no pasa nada.

No, no, quiero decir que ¿cómo lo has hecho?

El gnomo entrecerró los ojos al darse cuenta que el extranjero no se estaba preocupando por su salud. Respiró profundo y contestó:

Lo he hecho doblando el pañuelo y metiéndomelo en el bolsillo.

Pero ¿cómo has conseguido que mis armas sean hagan pequeñas?

No se han hecho pequeñas. Lo que ocurre es que yo soy siete veces más grande que tú.

El bárbaro guardó silencio y desvió la vista lentamente hacia arriba, abriendo bien su único ojo, y también su boca, para hacerse a la idea de dónde estaba realmente el rostro de aquel ser minúsculo que decía ser un gigante. Después de un par de segundos no vio nada nuevo, así que volvió a mirar hacia abajo. El gnomo ya no estaba.

¡Eh! ¿Dónde has ido? No me has dicho dónde puedo encontrar a Glorlwin.

Nunca dije que lo haría —dijo una voz desde alguna parte—. ¡Ja, ja, ja! Cuanto más grande, más tonto, miraba hacia arriba como un imbécil… ¡Ja, ja, ja! —se decía a sí mismo.

De repente regresaron los cantos de los pájaros, que sonaron como cientos de pequeñas carcajadas. Fenrir apretó los dientes y agachó la cabeza. Había sido engañado. Creyó recordar que Glorlwin le había dicho hacía diez años que si quería entrar en el bosque debía hacerlo desarmado, así que no dudó que acababa de pasar la primera prueba. También se le había indicado que no podía maltratar ni agredir a ninguna criatura propia del bosque, a menos que fuera en defensa propia.

[…]