Solsticio de Invierno
Este es el primer capítulo de El Arquero de las Nueve Estrellas. Son cinco páginas rápidas y agradables de leer. Os dejo también una sinopsis para que entendáis de qué va la historia.
Sinopsis de El Arquero de las Nueve Estrellas
Suenan tambores de guerra. Los hijos de Valel, el dios del fuego, esperan la reapertura de la puerta del Equinoccio para arrasar el último mundo que escapa a sus ardientes garras.
Al otro lado, los elfos ancestrales guardan con celo la ubicación del portal y lo protegen para mantenerlo cerrado. Se preparan en cada solsticio y en cada equinoccio, al atardecer y al amanecer, para enfrentarse a la peor de sus pesadillas, la segunda llegada de los hijos del Fuego. El bosque Primigenio es el último bastión de su pueblo, destinado a desaparecer en el olvido por el auge de las ciudades humanas que lo devoran todo, esclavizadas por un tirano ambicioso y avaro, brillante y frío, el oro.
¿Serán capaces de entenderse y cooperar, el salvaje pero libre pueblo ancestral y el civilizado pero esclavista pueblo humano, antes de la llegada de los demonios?
Capítulo 1
En el suelo, las sombras de los árboles del bosque Frondoso se estiraban de forma siniestra, como tensadas por una fuerza invisible que afectara solo a las criaturas de la luz o la oscuridad. Se alargaban tanto, que pronto comenzarían a deshilacharse para continuar difuminándose y finalmente disiparse. En el cielo, un abanico cromático que abarcaba desde el violeta de las malvas hasta un afrutado naranja avanzaba hacia el oeste. Las estrellas iban estallando en puntos de luz cada vez más numerosos, la luna se había ausentado, seguramente temerosa de lo que podría ocurrir en el crepúsculo de la noche más larga del año.
—Presta atención, Aenariel. Bajo el montículo que vamos a visitar está oculta la puerta del Equinoccio. ¡Ven! ¡Date prisa! —le indicaba agitadamente el maestro—. Está a punto de ponerse el sol y podrás sentirla abrirse. Desde aquí fluye toda la magia de Earquia, bombeada en cada solsticio y en cada equinoccio.
—¿Cómo es la puerta que hay dentro del montículo?
—Es simplemente un portal, un gran rectángulo de piedra. Al menos eso dicen los manuscritos del príncipe Kalgar. En realidad yo nunca la he visto. —Se hizo una breve pausa mientras maestro y discípula avanzaban entre los densos arbustos que crecían a ambos lados del sendero—. Hemos llegado —dijo, apartando la última rama por encima de su cabeza y dejando a la vista el majestuoso montículo redondeado y cubierto de hierba.
Aenariel se quedó boquiabierta, no era más que una minúscula montañita verde rodeada por cinco inmensos robles que representaban a los dioses. Pero a ella le pareció fascinante.
—Es precioso —añadió, alzando la vista desde detrás de su maestro.
Los cinco gigantescos robles crecían alrededor de la puerta del Equinoccio, ocultando el emplazamiento secreto desde el aire y oscureciendo aún más el lugar. Sobre las gruesas ramas de los árboles, tiesos como estacas, había al menos una veintena de arqueros y arqueras vestidos más o menos de la misma manera, tanto ellos como ellas. Para confundirse con el follaje y la madera de los robles, llevaban anchas y largas blusas verdes o marrones que llegaban casi hasta las rodillas, formando un pico por delante y por detrás, ya que eran más cortas a los lados. La manga era ancha y caía solo hasta el codo. Debajo llevaban un ajustado traje de cuerpo entero gris o negro, muy cálido, que los cubría desde los pies hasta las muñecas y se abrochaba por delante con botones de madera. Algunos se abrigaban además con gruesas capas verde oscuro con capucha y broches hechos de conchas marinas o cortos palos atados a un lado del cuello de la capa y abrochados al otro. Recogían los largos cabellos en finas trenzas o atados por detrás de la cabeza en peinados bastante artísticos. Unos llevaban delgadas zapatillas de cuero flexible que les permitían agarrarse mejor a la corteza de las ramas de los robles, y otros, peludas botas de piel de oso que cubrían sus tobillos. Apretaban las blusas al cuerpo con cinturones de cuero marrón cuyo extremo colgaba de un lado, y, atados a estos, pendían largos cuchillos con toscas empuñaduras de madera que usaban como espadas cortas o como puñales, si eran de menor longitud. A la espalda llevaban el carcaj con las flechas, ya que en esa posición era más rápido sacarlas y dispararlas. No soltaban su arco ni hablaban entre ellos, y tampoco se movían de su posición, solo se mantenían erguidos sobre las ramas, con agilidad y excelente equilibrio. Aenariel y su maestro botánico vestían ropa de trabajo en el campo. Llevaban el típico traje de cuerpo entero de los elfos, desde los pies a las muñecas, que estaba hecho de algodón silvestre y lino, y sobre este una chaqueta y pantalones de cuero marrón para evitar enganchones con los arbustos con los que trabajaban. Calzaban botas altas, casi hasta la rodilla, de piel de cordero con el pelo recortado y hacia dentro para hacerlas más confortables y cálidas. Estaban atadas con largos cordones de cáñamo, y las suelas eran de caucho proveniente del bosque de Higueras, la zona sur del bosque Primigenio. Ella llevaba el cabello castaño y ondulado suelto pero sujeto con un cordón de cuero atado a la frente. El maestro tenía el pelo rizado y gris, atado en una espesa y esponjosa coleta.
—Tu trabajo aquí consistirá en evitar que nada más grande que un helecho crezca sobre el montículo —explicó el maestro—. Las raíces de los árboles podrían, con el paso de los años, pulverizar las rocas, dejando el paso abierto. No podrás revelar la posición de la puerta a nadie, ni siquiera a otros hermanos elfos del pueblo ancestral, el pueblo sabio, el pueblo guerrero o cualquier otro. Solo los guardianes de la puerta podemos conocer su ubicación.
—Comprendo.
—¿Tienes alguna pregunta que hacer o pasamos al trabajo práctico?
—Sí, tengo una pregunta. ¿Por qué se la llama la puerta del Equinoccio si también se abre durante los dos solsticios?
—Porque el príncipe Kalgar la bautizó así. Durante los dos equinoccios la puerta se abría al mundo de las hadas, y era allí adonde él viajaba para visitar a su amante, el hada Airy. Durante el solsticio de invierno, la puerta se abre al mundo de los demonios, y, durante el de verano, al de los enanos; pero esos dos mundos no le interesaban tanto, al menos no al principio.
El sol comenzó a menguar recortado por la línea del horizonte, y el portal mágico, oculto bajo aquel montón de arena y rocas cubierto de hierba, se abrió y conectó ambos mundos. De no estar sellada físicamente, los demonios habrían podido entrar. La energía mágica se expandía con un zumbido y hacía vibrar el suelo. Todas las aves que allí se encontraban salieron huyendo. Aenariel se encogió y se llevó las manos a la cabeza. Su maestro ni se inmutó. Entonces se oyó el primer golpe, y el montículo tembló.
¡Bom!
—¡Maldita sea! Ya están otra vez. No se dan por vencidos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Aenariel, ocultando la cabeza entre los hombros.
¡Bom!
—Los demonios. Intentan entrar —dijo el maestro con una calma que la desconcertaba—. Algunos años ocurre, pero no debes preocuparte.
¡Bom!
—El príncipe Kalgar selló bien la puerta, y de eso hace ya cinco mil trescientos años —continuó—. Hay dos planchas de roca, una a cada lado, aseguradas…
¡Bom!
—Aseguradas con montones de bloques irregulares. Todo está cubierto con arena y se ha dejado al bosque hacer su trabajo para ocultar la puerta y compactar el montículo.
¡Bom!
—No lo conseguirán —concluyó.
—¿Y qué hacen entonces esos arqueros y arqueras apostados sobre los árboles? ¿Por qué tensan sus arcos?
¡Bom!
—Nunca se puede estar seguro. Si los demonios consiguieran pasar habría que abatirlos.
—¿Qué están haciendo? —quiso saber Aenariel, con una mezcla de miedo y curiosidad.
¡Bom!
—Golpean la roca desde el otro mundo con un ariete. Creen que podrán tirar abajo la plancha que bloquea la puerta. No conocen la cantidad de bloques que hay tras ella.
¡Bom!
En el montículo se abrió una brecha entre la hierba, y un haz de rayos de luz amarillenta brotó de la grieta formando un plano luminoso que fue a parar a la cara de Aenariel, cruzándola de arriba abajo y de izquierda a derecha. Al instante, la elfa cayó fulminada. El maestro se sobresaltó. Aquello no había pasado nunca y no sabía cómo reaccionar. Rápidamente tiró de ella, arrastrándola por el suelo para apartarla de allí. Los arqueros y arqueras se miraron unos a otros con nerviosismo, pero sin dejar de tensar sus arcos, apuntando hacia abajo. Enseguida se concentraron de nuevo sobre la puerta; era su deber, hoy más que nunca. Los demonios habían abierto una brecha y quizá consiguieran entrar.
¡Bom!
La brecha se agrandó, y más haces de luz amarillenta escaparon de ella. Incluso se dejó ver un brazo serpenteante de energía mágica que crecía por el aire, como la raíz de un árbol crece y se extiende por el suelo. El brazo luminoso se detuvo sobre uno de los troncos de los robles y se movió lentamente de arriba abajo y de abajo arriba, como explorando su corteza.
¡Bom!
De uno de los lados del montículo se desprendió arena cubierta de hierba, como una minúscula avalancha verde, dejando al descubierto una de las rocas que aseguraban la plancha que bloqueaba la puerta del Equinoccio.
¡Bom!
Una flecha disparada con nerviosismo cortó el aire y se clavó en el montículo. Le siguieron montones de flechas arrojadas por los demás arqueros y arqueras, que creyeron que la primera estaba motivada por la salida de algún demonio. No era así, pero el miedo se había contagiado y ahora casi todos los arcos estaban descargados.
¡Bom!
—¡Que nadie dispare hasta que vea algo! —gritó el oficial, que era el único que conservaba una flecha en su arco y que seguía tensándolo con fuerza.
Todos volvieron a cargar rápidamente, algunos temblando de miedo.
Entonces el sol dejó atrás la línea del horizonte, y la puerta se cerró. El zumbido cesó y la luz amarillenta que había surgido del montículo se extinguió como absorbida por la garganta de la propia tierra. Los demonios no lo habían conseguido, pero habían movido la plancha de roca y habría que recolocarla de alguna manera.
—¡Todo el mundo a trabajar! —comenzó a gritar la ingeniera, que salió de entre los arbustos. Tenía el pelo castaño y rizado en graciosos tirabuzones y estaba muy acostumbrada a organizar grupos de trabajo para llevar a cabo todas las pequeñas obras de ingeniería que realizaban los elfos ancestrales—. Tenemos dieciséis horas, hasta que amanezca y la puerta vuelva a abrirse. Para entonces, la grieta debe estar de nuevo sellada. —Los demás la obedecían no por obligación, sino porque confiaban en su criterio, porque se sentían seguros entendiendo que ella sabía siempre lo que había que hacer en situaciones de estrés y peligro—. ¡Llevaos a los botánicos de aquí! —añadió, señalando con la mano abierta a Aenariel y a su maestro.
Enseguida comenzó el ajetreo. Los arqueros descendían saltando de rama en rama, y cuando estaban lo suficientemente cerca del suelo, se dejaban caer sin miedo. Los que primero habían llegado abajo ya cargaban largos troncos para apuntalar las rocas del montículo. Tres arqueros cogieron a Aenariel y la llevaron sobre un lecho de hojas de roble para que recuperara la consciencia sin estorbar en los trabajos de restauración.
Pasados un par de minutos, recuperó el sentido.
—¿Te encuentras bien Aenariel? —se interesó el maestro.
—He visto mi muerte —dijo entre suspiros, aún con los ojos cerrados—. Moriré de forma violenta. —Y de pronto abrió los ojos sin mirar a ninguna parte—. Asesinada. —Se detuvo a respirar y después continuó—: No quiero morir así.
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