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El Pueblo de la Reina Roja

Relatos-Rebeldes

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En esta entrada os dejo un relato muy especial. Es el primero de la antología Relatos Rebeldes con el que gané uno de los premios Thader de relato corto en 2010.

Si queréis saber más de Relatos Rebeldes, pinchad aquí.

El Pueblo de la Reina Roja

No era una mañana cualquiera de un dieciséis de octubre cualquiera, sin embargo, el cielo gris y frío lloraba tenuemente, como de costumbre en esa época, dejando caer de vez en cuando alguna lágrima diminuta, no por tristeza sino porque algo se le habría metido en el ojo. Al menos eso debía de pensar el pueblo que celebraba una gran fiesta justo debajo, la mayor fiesta jamás celebrada en París en toda su historia. Había disfraces, máscaras y graciosos galanes que contaban chistes y se burlaban de los mandatarios del momento, de los ministros pero sobre todo de los monarcas. Nada volvería a ser como antes en Europa después de aquel día. El Sena fluía morado como el vino creando un espejismo de abundancia para el futuro. Todo el mundo cantaba y bailaba. Fingían que comían manjares y que estaban bebidos y realmente estaban embriagados de libertad, poder y, sobre todo, de furia.

 

María subía unos podridos escalones de madera que crujían amenazantes. Era la única que no se había contagiado de la alegría del pueblo, esa fiesta no iba con ella… o quizá sí. Caminaba con la cabeza baja inmersa en sus propios pensamientos, temblaba nerviosa, temía a toda aquella muchedumbre escandalosa. Pensaba en lo feliz que había sido en su infancia en Austria con sus hermanos y se preguntaba por qué ahora la habían abandonado. Había venido a Francia buscando la felicidad y el amor y nada de eso había encontrado. Al llegar al último peldaño de la escalera tropezó y pisó el pie de un encapuchado.

-Perdone señor, no lo hice a propósito –dijo. Esta frase pasaría a la historia.

El hombre la miró a los ojos durante un instante y desvió la vista enseguida sin decir nada. No quiso mostrar amabilidad, habría sido demasiado hipócrita.

María Antonieta se dio cuenta de pronto de que, inconscientemente, había pedido disculpas al verdugo que iba a matarla. Rápidamente giró la cabeza y levantó la barbilla intentando mantener vivo el último ápice de su orgullo.

Estaba más pálida que nunca, pero esta vez no la habían maquillado como en las fiestas que solía organizar, palidecía de terror. Sus manos y cara estaban heladas. Tenía un nudo en el estómago y sus ojos brillaban encharcados. Su pelo blanquecino estaba encrespado por la humedad, tenía la cara y la ropa sucias de su estancia en la celda. No parecía una reina sino una pordiosera.

Estaba acostumbrada al odio del pueblo pero que ninguno de sus hermanos, condes, duques y el mismísimo emperador de Austria y Bohemia no movilizasen a sus ejércitos para rescatarla, eso significaba la soledad absoluta. Además habían logrado manipular a su propio hijo de diez años para que la acusara durante el juicio, a ella y a su cuñada, de pederastia, de haberse divertido ambas sexualmente con un niño, y con eso agilizar la sentencia y la ejecución. Demasiado dolor para una madre de treinta y ocho años. Por suerte el jurado no había dado crédito a esta acusación pero el resto de delitos eran suficientes para condenarla a la guillotina.

 

Le quitaron los grilletes y amablemente le pidieron que se postrara de rodillas. No estaba habituada y al principio dudó. Rápidamente tiraron de sus brazos y no tuvo más remedio que arrodillarse.

-Coloque la cabeza aquí –le indicó un funcionario con muy buenos modales.

María Antonieta fue obediente por primera vez en mucho tiempo. Acto seguido le colocaron un cesto de mimbre lleno de paja justo bajo la cara y cerraron la guillotina, ya no había escapatoria.

-¿Me dolerá?

-No lo sé. Nunca me han cortado la cabeza –contestó el funcionario con una sonrisa de cortesía. Era un hombre muy bien educado. Podía haber mentido pero eso estaba mal.

Justo delante de ella se alzaba la iglesia de La Madeleine y a su espalda quedaba el río. A su izquierda podía ver los jardines de su amado palacio de la capital, Le Louvre que solo tres semanas después pasaría a ser un espacio público de arte, al menos la mitad de este porque la otra mitad se encontraba ruinoso como consecuencia de un incendio durante la revolución. A su derecha… algo habría a su derecha antes de que se construyeran la avenida de los Campos Elíseos y el Arco del Triunfo. Esos monumentos serían fruto de glorias posteriores cuya semilla se plantaba aquel día.

Y fue justo por el lado derecho por el que María Antonieta vio aparecer un denso ejército encabezado por un par de caballeros sobre corceles blancos. Estaban iluminados por los únicos rayos de sol que se filtraban desde el cielo haciéndolos resplandecer. Debían de ser dos de sus hermanos que venían a rescatarla. No podía ser su marido porque ya había sido decapitado y aún estando vivo no tenía el valor suficiente, además tampoco la amaba mucho, bueno, ni mucho ni poco, no la amaba y nunca la había amado. Quizá ella sí, aunque solo al principio, antes del matrimonio, cuando aún no lo conocía, pero tampoco lo amaba a él sino a un príncipe de Francia que ella se había inventado y que no se parecía en nada a Luis XVI. La cuestión es que el glorioso ejército de sus hermanos se acercaba dispuesto a machacar a toda aquella gentuza para liberarla y llevarla de vuelta a Austria. Ya estaba salvada, podía estar tranquila.

Desgraciadamente para ella aquel ejército procedía del mismo lugar que el príncipe del que estaba enamorada, de su imaginación. Nadie iba a rescatarla. En seguida la muchedumbre la devolvió a la realidad.

-¡Que le corten la cabeza! –gritó desde la plaza una plebeya sedienta de sangre. Vestía un traje color granate y su rojo pelo rizado, encrespado y peinado al centro, le daba a su gran cabeza el aspecto de un corazón.

 

María Antonieta se preguntaba cómo podía haber sido princesa y después reina y al mismo tiempo tan desgraciada. No ahora que iba a morir, sino que se refería a la trayectoria de su vida, al menos durante la segunda mitad. Había venido a Francia con diecinueve años y su marido la había estado evitando, rehusando la consumación del matrimonio durante tres años. ¿Acaso existe un desprecio mayor? Más aún cuando ella se había preparado durante toda su vida para agradarle. Había aprendido los bailes de salón franceses, el idioma y las leyes de la corte, además de renunciar a sus derechos sobre la corona austríaca y otros títulos que le correspondían. Aquel rechazo del príncipe Luis le había atravesado y envenenado el corazón. Por otra parte la habían criticado e insultado públicamente desde el momento en que llegó. La primera excusa que encontraron las cotillas de las altas esferas fue un desafortunado suceso ocurrido durante la boda: sus hermanas se habían atrevido a bailar antes que las damas de Francia. Deplorable. Desde ese momento toda la nobleza había conspirado contra ella humillándola ante el pueblo. Aunque de no haber sido así habrían encontrado otra excusa, era más fácil canalizar la ira de la plebe hacia una extranjera que recibirla los mismos tiranos de siempre. Ella había intentado integrarse con ellos organizando montones de fiestas en las que derrochaba el dinero de los Franceses y era de nuevo criticada por ello. Si intervenía en decisiones políticas la tildaban de dirigir la nación caprichosamente o de manipular al cobarde de Luis XVI, si se dedicaba a obras de caridad en el campo, la acusaban de desatender la nación. No tenía escapatoria, era el chivo expiatorio. Esa frustración desembocaba en infelicidad que no podía sino causarle una depresión perpetua empujándola a refugiarse en la frivolidad del libertinaje. Aunque intentó ganarse al pueblo nada consiguió. Los franceses la culpaban de todos sus males, pero ¿hasta qué punto era ella responsable de la ruina de Francia? Al fin y al cabo el rey era Luis XVI y ella no estaba bien instruida en las artes de la política. ¿Qué esperaban que hiciese una niña mimada con una montaña de dinero y una depresión de frustraciones? La respuesta es más que evidente: empujar la montaña para llenar la depresión, y posiblemente la depresión fuera más profunda que todo el oro de Francia.

 

-Esta mujer ha conspirado contra el pueblo de Francia -vociferaba el funcionario. Por un instante la muchedumbre dejó de abuchear y prestó atención. -Pretendía vender la patria a Austria -eso era falso-, manipulaba al rey Luis XVI para que tomase medidas que beneficiasen a su tierra natal en detrimento de la nuestra –falso-, ha malgastado el dinero de los franceses en sus caprichos personales -eso era cierto-. El pueblo de Francia le ha concedido un juicio justo y limpio –falso-. Le habían proporcionado un par de abogados novatos y la acusación no había dado pruebas de la trama de conspiración contra la nación porque no existían, además de manipular algunos testigos, entre ellos a su propio hijo de diez años que moriría en prisión poco tiempo después por las condiciones insalubres de esta. -Y ha sido condenada a la guillotina –cierto-, por un jurado imparcial –falso-. En todo el país y en este momento en concreto no podía existir nadie imparcial a los acontecimientos. Quizá el jurado debía de haber sido compuesto por extranjeros. -En esta nueva nación nadie escapa a la ley, ni siquiera la antigua reina.

 

Europa necesitaba un cambio y Francia quería estar a la cabeza de ese cambio, nunca mejor dicho, a la cabeza. La patria renacía con un nuevo lema y una nueva bandera. Liberté, égalité et fraternité sería el lema y la bandera blanca con una Flor de Lys en el centro, símbolo de la caballería francesa, dejaría de existir para dejar paso a la tricolor: azul, por la libertad que da el cielo abierto, blanco, que simboliza la igualdad, y rojo sangre, el color de la fraternidad humana. Preciosos valores que cambiarían el mundo pero que quizá aquel día no estaban siendo bien aplicados.

 

A estas alturas María Antonieta ya no estaba nerviosa ni asustada. Todo iba a acabar muy pronto y era incapaz de llorar. Prefería que le cortasen la cabeza con tal de no seguir soportando a esa plebe enfurecida que la insultaba y maldecía.

La máquina empezó a tocloquear, esto es, hacer “tocló-tocló-tocló”, después un silbido, un pinchazo en el lado izquierdo y… la cuchilla se trabó al llegar a las cervicales pero no fue más que un bache. El corte seccionó el cuello por completo. De pronto todo empezó a dar vueltas para María Antonieta. En realidad era su cabeza la que rodaba hasta la cesta de mimbre pero con los ojos abiertos la sensación era que el mundo giraba. La cabeza cayó bocabajo, es decir, cuello arriba. Podía parpadear y verlo todo al revés. “¡Vaya! todavía sigo viva, y no me ha dolido tanto como creía” pensó. Intentó ponerse en pie, casi por instinto, pero su cuerpo estaba desconectado, aún así se agitaba como un rabo de lagartija a consecuencia de los últimos impulsos eléctricos que la cuchilla de la guillotina había impreso sobre su médula espinal. Intentó gritar para darles a los franceses un último susto aterrador pero solo consiguió abrir la boca. No había forma de impulsar el aire desde los pulmones a través de su garganta porque ya no estaban unidos. Seguía pensando en cómo de triste había sido su vida y en que quizá habría sido más feliz si no hubiera nacido princesa. Se habría podido casar con aquel mozo que arreglaba los caballos para que ella los montase. No habría perdido nada si se hubiese fugado con él. Seguro que no habría acabado decapitada, ni humillada públicamente aunque hubiese sido pobre, pobre pero feliz. Nadie se habría alegrado en el día de su muerte sino todo lo contrario. Entonces un calor intenso como el fuego comenzó a subirle desde el cuello hasta la piel helada de su pálida y tensa cara. Le recordaba a uno de sus baños calientes después de una buena fiesta, solo que en este recuerdo imaginario estaba abrazada al mozo de cuadras en las aguas termales de Budapest. Incluso podía oler el azufre y la sales de hierro. “¡Qué sensación tan agradable con la que acabar este día!” pensó. El calor trepaba como una serpiente hasta que entró en la cuenca de uno de sus ojos. La visión se le tiñó de rojo. Era su propia sangre que no trepaba sino que bajaba desde el cuello. “¡Qué fastidio!” pensó, “Ya casi había olvidado que estaba muriendo”.

Alguien la agarró por el cabello y la sacó del cesto. Su cuello era un grifo de sangre que se debilitaba por momentos. Ahora sabía lo que había sentido su única amiga, la princesa de Lamballe, otra Paris Hilton del momento, cuando una muchedumbre enfurecida entró en la cárcel dónde estaba recluida, asesinándola brutalmente y paseando su cabeza maquillada por toda la capital para burlarse y atormentar a María Antonieta. Sí, era eso justamente lo que debió sentir. Ya casi no oía los gritos, sus ojos se quedaron en blanco y su boca abierta. Al tiempo que la sangre se vertía al suelo sus neuronas se quedaban sin oxígeno y su cerebro comenzó a fallar hasta que finalmente se paró. Habían sido unos segundos muy largos en los que le había dado tiempo a repasar toda su vida e incluso a inventarse otra mejor.

 

Aquella plaza pasaría a llamarse la Plaza de la Concordia porque desde ese momento los asuntos de la nación se llevarían a cabo mediante acuerdos, no mediante imposiciones. Muchas cosas cambiaron en Europa y muchos derechos civiles fueron conquistados. La revolución era necesaria pero quizá algunas guillotinas no.